Es bizarro, absurdo y despreciable imaginar que, casi en la segunda década del siglo XXI, la hipótesis de intervención de las Fuerzas Armadas para “garantizar el orden” y su derivación más malévola, el golpe militar, resurjan en un Brasil al que mucho le costó la reconstrucción de las instituciones democráticas después de 21 años de dictadura. No es de hoy, en plena vigencia de un gobierno elegido conforme manda la democracia, pero con fuerte perfil autoritario y rasgos fascistas, que viene de las calles el clamor por una solución inconstitucional, incluso con manifestantes armados con antorchas que traen a la memoria el abominable Ku Klux Klan.
Una parte de los brasileños, supuestamente el mismo treinta por ciento que sigue apoyando a Jair Bolsonaro, apunta a los militares como posibles "moderadores" en crisis institucionales.
La Constitución de 1988 deja muy en claro que no hay espacio para una aventura castrense y pese al rol cada vez más importante de ocho militares en el gobierno, es difícil especular sobre si en un momento en el que el presidente se ve cada día más amenazado de no completar su mandato por un impeachment y sin fuerzas, respeto ni prestigio, podría convencer a los altos comandantes a respaldarlo con un golpe.
De los diez militares en puestos claves de la administración, solo dos de ellos siguen en la activa, pero sin comando de tropas. El principal es el general Luís Ramos, ministro de la Secretaría de Gobierno –que en los años ’80 rechazó el ingreso del entonces rebelde capitán Bolsonaro a la Academia Militar de las Agujas Negras, la principal del ejército brasileño. Los demás están en la reserva y, por lo tanto, no tienen soldados bajo su cargo. En esta condición también está el general Augusto Heleno, ministro-jefe del Gabinete de Seguridad Institucional y alter ego del presidente, famoso por su "Nota a la Nación" del 22 de abril, en la cual alertó que si la Corte ordenara el secuestro del teléfono celular del presidente podría haber “consecuencias imprevisibles para la estabilidad nacional".
Los manifestantes que salen por las calles y por la Plaza de los Tres Poderes, en Brasilia, donde los saluda sin máscara ni guantes el presidente de la República, causan asombro por sus gritos en favor del cierre de la Corte Suprema y del Congreso
Los manifestantes que salen por las calles y por la Plaza de los Tres Poderes, en Brasilia, donde los saluda sin máscara ni guantes el presidente de la República, causan asombro por sus gritos en favor del cierre de la Corte Suprema y del Congreso, de la intervención militar y del repugnante Acto Institucional 5, que respaldó el período más represivo de la dictadura, son una pequeña porción de ese treinta por ciento. El resto, aunque defiendan las mismas ideas, siguen en sus casas más preocupados en cómo sobrevivir al Covid-19, al desempleo, al recorte de salarios, la caída del consumo y el cierre de los comercios.
Lo más importante es que estos gritos por ahora no alcanzan a los oídos de los comandantes de las Fuerzas Armadas y del Estado Mayor quienes, en medio de la crisis institucional generada por Bolsonaro, se ocupan de su papel constitucional y de hacer lo que el gobierno no lo hace, por ejemplo, en el combate al coronavirus. No interfieren en la conturbada vida política y, delante del actual desgobierno y del desgaste institucional promovido por el propio presidente, se muestran convencidos que el presidente sigue siendo el mismo capitán que no respetaba ni la institución militar ni al Congreso Nacional en sus 27 años como diputado.
Grave iba a ser si los comandantes hicieran aunque sea un leve guiño a favor de un golpe.
En sus 500 días como jefe de Estado, Bolsonaro hizo mucho para conseguir ese guiño, pero no lo ha logrado. De hecho, pese a que podría cambiar a los actuales comandantes por otros más sensibles a sus tormentosas decisiones, no lo ha hecho, y quizás no lo haga, por la inevitable respuesta negativa de los cuarteles. El presidente sabe que el Ejército, la Armada y la Aeronáutica no están suficientemente cohesionados alrededor de la ruptura institucional como estaban en 1964.
En sus 500 días como jefe de Estado, Bolsonaro hizo mucho para conseguir ese guiño, pero no lo ha logrado
Tres señales contribuyen para la lectura sobre la posición de los militares activos en relación al estado de guerra de Bolsonaro contra la Suprema Corte. A principios de mayo, cuando declaró que las Fuerzas Armadas eran sus aliadas en la defensa de su gobierno, el ministro de Defensa, el general Fernando Azevedo, tomó distancia: “la Armada, el Ejército y la Fuerza Aérea son organismos del Estado que consideran la independencia y la armonía entre los poderes esenciales para la gobernabilidad del país".
Días antes, al recibir a Bolsonaro en el Comando Militar del Sur, en Porto Alegre, para enseñarle el trabajo de la fuerza contra el coronavirus, el comandante del Ejército, general Edson Leal Pujol, dejó el presidente con la mano extendida y le dio el codo, en claro respeto a las orientaciones de los especialistas médicos.
Otra señal vino del vicepresidente, el general Hamilton Mourão, que en un artículo reciente publicado por el diario O Estado de São Paulo emitió un mensaje ambiguo, que podría estar dirigido tanto a los antifascistas como a los partidarios de la intervención militar. "No hay legislación de excepción vigente en el país, ni política ni económica o social, ninguna. Las Fuerzas Armadas, por más malabarismo retórico que se intente, están desvinculadas de la política partidaria y cumplen rigurosamente su rol constitucional", escribió el general. Mourão subrayó “la necesidad de convergencia alrededor de una agenda mínima de reformas y de respuestas" a la pandemia. "Cuando la opinión se impone sobre los principios, todos pierden la razón. En todos los sentidos", sostuvo. Los comandantes son conscientes de que Mourão es la alternativa directa y tranquilizadora a Bolsonaro, sin que los soldados tengan que mover un tanque, que la Constitución sea violada y que el país se convierta en un paria internacional.
Mientras tanto, el marco político-institucional se deteriora más cada día, a pesar de que Bolsonaro intentó entablar un diálogo con la Corte y a que ofreció cargos en el gobierno a cambio de apoyo político en el Congreso a partidos históricamente corruptos, el llamado Centrão, para evitar el riesgo de un impeachment.
Bolsonaro cumplió 500 días como jefe del Ejecutivo con la peor evaluación popular desde 1997. Un 43% consideró mala o pésima su administración y otro 22%, regular, mientras solo un 33% dijo que es excelente o buena, según Datafolha. El flamante movimiento de oposición de la sociedad civil, “Somos un 70%”, se basó en estas cifras para anunciar su nacimiento.
Es cierto que el presidente fue elegido por 57 millones de brasileños en 2018. Pero también está claro que 89 millones no lo querían en la Presidencia: son quienes votaron por el PT (47 millones), en blanco, o se quedaron en sus casas. Un estudio de la Fundación Getúlio Vargas (FGV) reveló que a cada declaración el presidente pierde apoyos. Una de las más impactantes, su “¿Y a mí qué?” al ser consultado sobre los muertos por la pandemia, recibió un 59 por ciento de rechazos.
El tema clave ahora es si Brasil sigue con Bolsonaro como presidente de la República, o no. Si sigue, como tiene derecho legal, el mundo todo se dará cuenta de que no respeta su cargo, no ve la necesidad de salvar vidas durante una pandemia, actúa de manera destructiva en relación a los otros dos Poderes, como prueba el video de su reunión ministerial del 24 de abril, con lo que seguirá destrozando la imagen del país en el exterior y no podrá entregar a los brasileños y a los inversores el resultado económico y las reformas liberales prometidos. Tampoco tendrá chances de llevar adelante su agenda conservadora de costumbres, tan cara a una parcela de sus electores.
El tema clave ahora es si Brasil sigue con Bolsonaro como presidente de la República, o no
La otra perspectiva es que Bolsonaro no pueda continuar en el cargo, sea porque renuncie, como le pidió el ex mandatario Fernando Henrique Cardoso, o porque sea objeto del tercer proceso de impeachment en 35 años de democracia en Brasil. La primera opción parece imposible: el presidente y sus hijos están atados al poder y hablan de reelección en 2022.
El otro camino, aún resistido por los líderes del Congreso y por las elites políticas, puede surgir de las investigaciones de la Corte sobre la organización de un sistema de fabricación de fake news gestionado desde el Palacio del Planalto, y por irregularidades en la campaña que lo llevó al poder en 2018. Desde estas acciones, seguramente van a surgir nuevas razones de bochorno para el gobierno. No se sabe hasta ahora si habrá elementos como para que el presidente de la Cámara de Diputados ponga en marcha el proceso de improbidad administrativa -primer paso del impeachment- o si habrá suficientes votos a favor del juicio político en el Senado. Sin embargo, todo puede cambiar si el humor social profundiza su rechazo y se multiplican las masivas protestas en las calles al final de la cuarentena.
El vicepresidente Mourão no conspira, respeta la jerarquía como buen militar. Sin embargo, así como Michel Temer supo convencer a los empresarios y a los políticos que estaba listo para desmontar la política económica de Dilma Rousseff si ésta era destituída, como sucedió, el general podrá en algún momento presentarse como la opción constitucional a la crisis. Brasil, entonces, tendrá a un militar de verdad en el poder. Sólo el futuro podrá decir si será un “gobierno militar”.
*Desde Sao Paulo.